Aquellos maravillosos años

Aquellos maravillosos años en los que no había la tecnología que hay ahora.

Estabamos deseando que llegarán los veraneantes, los de los chalets, los nietos del pueblo que vivían en Zaragoza, o mas lejos…

El verano se pasaba buscando la sombra fuera de casa, recorriendo las cuevas cerca del río, bajando al puente de tabla y al molino, sin atrevernos a entrar porque alguien había visto una culebra; yendo en bicicleta por los alrededores, jugando a las canicas, a la comba, a la goma, a ministros contra ladrones donde el límite era el pueblo, al diez por diez en el frontón, a las raquetas, a la pelota, aunque se hincharan las manos y nos las tuvieran que pisar para que no doliera.

Esperando oír la música en la tele del casino de las series que nos gustaban, «El hombre invisible» y tantas otras, para ir a casa corriendo a verlas. O la melodía del informativo, hora de volver a casa a cenar. También era una buena señal ver al aguacil yendo a encender el alumbrado público a la caja que había muy alta junto al frontón.

Y esos ratos perdidos en la ventana de casa de la Sara, de charla de nuestras cosas. O sentados en el banco del frontón, subiendo a por chuches al casino esperando a que les dejaran salir a: Juan Pedro, Puri, Ana y Lin…

Sentados y no sentados: jugando a churro: «churro, media manga, manga entera, di lo que es», a burro, al chocolate inglés a la pared, al balón prisionero, a la liebre, al pañuelo, a la teja, dandole vueltas al hula hop, al yo-yo o a las canicas.

A veces tocar en la puerta de algun vecino y salir corriendo…

Esos polos de vainilla o de leche con canela que preparaba la Gloria en unas tarrinas de aluminio, donde clavaba un palillo.

Meter una peseta en la máquina que había en la puerta de la tienda de Pepito, que tenía unas bolas de chicle grandes y rojas. Y esos pepinillos a una peseta que sacaba de un bote enorme que había sobre el mostrador, o pequeñas bolsas de vinagreta…

Y que tardes de verano tan buenas en «la revuelta», intentando aprender a nadar.

Las noches tomando la fresca en la calle con los vecinos, jugando sin parar, escondiendonos entre las ramas de los cipreses de la calle de la iglesia y tirandonos las bolas de sus ramas, contando historias, chistes o cantando.

Quedábamos en «la portalada», y recorríamos el pueblo, jugando al fútbol en «el tablón», en la plaza de la Hermandad utilizando de portería las acacias que allí había; a pillarnos, a escondernos…

Por la mañana salían las ovejas «del granero» al campo dejando un reguero de «olivas negras» por el camino, y al anochecer volvían a casa, ¡qué miedo el carnero! Siempre en guardia.

Todos los veranos el colchonero se ponía a arreglar colchones, a ahuecar la lana con la vara en el porche, en la entrada de la escuela de arriba, yo conozco a uno que se tiró encima corriendo al salir de clase, ¡qué gustazo!

Y ese sonido inconfundible del afilador, ¿quien no lo recuerda?

Cuantas veces habremos dando vueltas sobre las barandillas naranjas, que ya no lo son.

Las escuelas divididas entre la de arriba de chicos con don Antonio y la de chicas con la señorita Victoria; «toc- toc» llamaba desde el cristal de la puerta que daba al frontón cuando se terminaba el recreo, cuántas veces nos escondimos para no escucharla. Hasta que nos juntaron a chicos y chicas y se dividió por niveles. Los pequeños abajo, y los mayores arriba.

Y aquel año que las clases fueron en «la hermandad» porque tenían que pintar las escuelas. Un aula pequeña, con un olor especial, diferente.

Pasábamos muchos ratos jugando a la pelota en «el porche» de la escuela, o refugiándonos allí de la lluvia, del cierzo o del bochorno. Jugabamos a escondernos: había quien en tres saltos se presentaba al otro lado de la escuela donde estabamos todos escondidos, y todos a correr para salvarnos. Menudos «atletas» hemos tenido en el pueblo. Y cuánto han dado de sí las 4 columnas del porche para jugar al pilón. Un lugar con multiples funciones, en el mes de agosto se convertía en el garaje de un «citroen pato».

Varias veces se abrió el club juvenil. Y funcionó, claro que funcionó. Había hasta máquina de pinball con pesetas. Una mesa de pin pon, siempre había palas pero nunca había pelotas, desaparecían. Y siempre gente queriendo jugar, así que hacíamos la rueda, que era super divertido. Jugábamos a las películas, a adivinar gente del pueblo…

Y en «el cine», a preparar pequeñas obras de teatro para fin de curso o para las fiestas. O incluso coreografías de bailes de moda. Pero sobretodo ver las películas que echaban los domingos para los niños.

Para jueves lardero, el troncho, buen bocadillo de longaniza y de caminata a la «Gorra visera», al «barranco de las Lenas», y si hacia muy mal tiempo al campo de futbol. Hasta fuimos algún año a «la hiedra» a hacernos una paella.

Un año estuvimos pasando un día entero, celebrando el Día del Niño en «los Boqueros»; pedimos permiso para cruzar «la dehesa», las tierras del conde. Toda una aventura. Se preparó una enorme caldereta de pollo a la cebolla con tomillo, rico, rico. Jugamos con los padres a saltar a la comba y al fútbol. Y hubo un concurso de pintura, el premio era aparecer en la portada del programa de fiestas de ese año.

Íbamos haciendonos mayores, «los arcos» y «los mayos» del día 1 de mayo y «las carrozas» del día 8 ya no se hacían, pero comenzabamos «el mes de las flores» yendonos a hacer un rancho «al soto», todos los grupos de amigos buscando un hueco para poder hacer fuego. Y después de comer, siempre había ganas de un partido de fútbol, o de una buena charla y muchas risas. A veces la vuelta era en tractor, viaje movidito por la cantidad de baches que había por el camino, pasando por la estación y muy cerca de «el ventorrillo». Y seguíamos la celebracion en el Bacardis.

Que bien lo pasamos en las fiestas, deseábamos que sonara el chupinazo el primer día para poder ir a la tombola, al baile, a los autos de choque, al frontón a ver a las orquestas. A hacer amigos nuevos o reencontrarnos con los de siempre. Comer sardinas en «la báscula», rondar alrededor de la sangría que ofrecían en el descanso del baile, la comida de la vaca o la charanga. Y poder estar despiertos hasta muy tarde.

Cuanta gente me ha preguntado de que pueblo era, y al decir Botorrita se han acordado de lo bien que se comía y los buenos ratos que pasaban en «Las cuevas», el merendero a la entrada del pueblo.

Desde «el palacio», «la peña del aire» o «la visuela» veíamos los trenes que iban a Zaragoza o a Teruel y Valencia, al principio paraban en la estación, y con el tiempo dejaron de hacerlo, pasaban de largo. Hace poco, tuvimos tiempo de ir un año a tomar algo entre velas hasta alli, una caña y una pequeña charla, no dio tiempo para mas …porque enseguida lo cerraron.

Un dia, hace muchos años, hubo mucha expectación en el pueblo, estabamos todos esperando para ver cómo saltaba por los aires el viejo puente del ferrocarril, estuvimos mucho tiempo con el paso a nivel hasta que nos hicieron un puente nuevo.

El tiempo pasa y nos hemos ido haciendo mayores.

Con el frio no apetece mucho salir a la calle, pero paseos de invierno hasta la virgen, eso sí, que calienta el sol y no pega mucho el cierzo.

Algun día, aún hacemos alguna excursión a «la hiedra», al «barranco de las Lenas» o incluso una subida al «Cabezo del Sillón» o a «Santa Bárbara» para ver el valle.

El casino abre y cierra, ha sufrido cambios, remodelaciones, tiene calefacción y hasta ascensor. Pero sigue ahí.

Y las piscinas, …por fin tuvimos piscinas. Ya no tenemos que ir a «la revuelta» a aprender a nadar.

Botorrita, ese es mi pueblo.

Texto:
Inmaculada Cifuentes, Lda. en Geografía.